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Y ahora leamos este texto que, en principio, nada tiene que ver. Es una novela sobre un friqui distinto, Ignatius. La conjura de los necios (A Confederacy of Dunces, en inglés) es una novela de John Kennedy Toole publicada póstumamente y galardonada con el premio Pulitzer 1981. El título es una referencia a una cita de uno de los clásicos de la sátira, Jonathan Swift: "Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él". Ignatius vive con su madre. Fracasa en todos los trabajos que emprende y continuamente se mete en líos. Ha destrozado un coche y no tenía seguro; y, en vez de ahorrar lo poco que gana en una empresa que acabará arruinando, se compra cosas inservibles para un supuesto gran proyecto.
Ignatius abrió El diario de un chico trabajador por la primera página intacta del cuaderno, pulsando de modo muy profesional el botón del bolígrafo. Pero el bolígrafo Levy Pants falló al primer intento y la punta volvió a perderse en el interior del cilindro de plástico. Ignatius presionó con más vigor, pero la punta se deslizó de nuevo díscolamente y desapareció. Tras romper furioso el bolígrafo en el borde de la mesa, Ignatius cogió uno de los lápices de Numismática Venus que había en el suelo. Sondeó el cerumen de los oídos con el lápiz, y empezó a concentrarse, oyendo los rumores de los preparativos de su madre para una velada en la bolera. Le llegaban ruidos entrecortados de pisadas del baño que significaban, como él ya sabía, que su madre intentaba completar simultáneamente varias fases de su arreglo. Luego, llegaron ruidos a los que había ido acostumbrándose con los años, ruidos que se producían siempre que su madre se preparaba para salir de casa. El batacazo del cepillo del pelo al caer en el lavabo, el ruido de una caja de polvos al dar contra el suelo, las súbitas exclamaciones de confusión y caos.
- ¡Ufff! - gritó su madre en determinado momento.
El estruendo solitario y apagado del baño le resultaba irritante y estaba deseando que su madre acabara. Por fin, oyó el clic de la luz. Su madre llamó a su puerta.
- Ignatius, cielo, me voy.
- Muy bien - replicó gélidamente Ignatius.
- Abre la puerta, cariño, ven a darme un beso de despedida.
- Madre, estoy muy ocupado en este momento.
- No seas así, Ignatius. Abre, anda.
- Lárgate con tus amigos, por favor.
- Oh, Ignatius, vamos.
- Tienes que distraerme a todos los niveles. Estoy trabajando en una cosa que tiene maravillosas posibilidades cinematográficas, algo sumamente comercial.
La señora Reilly dio una patada a la puerta con sus zapatos de jugar a los bolos.
- ¿Es que quieres destrozar ese par de absurdos zapatos que te compraste con el salario que tantos sudores me cuesta?
- ¿Cómo? ¿Pero qué dices, querido?
Ignatius extrajo el lápiz de la oreja y abrió la puerta. El pelo castaño de su madre estaba cardado muy alto sobre la frente; tenía las mejillas embadurnadas de colorete que se había dado precipitadamente y que le llegaba a los ojos. Se le había caído la brocha de la polvera y le había blanqueado la cara, el delantero del vestido y algunos mechoncitos castaños.
- Oh Dios mío - dijo Ignatius -. Te has empolvado todo el vestido; pero, en fin, quizá sea ése uno de los consejos estéticos de la señora Battaglia.
- ¿Por qué estás siempre metiéndote con Santa, Ignatius?
- Creo que lo de meterse es mucho más aplicable a ella que a mí. Es ella quien se mete en todas partes.
- ¡Ignatius!
- Me trae a la memoria el vulgarismo “meticona”.
- Santa es una persona muy amable, Ignatius. Deberías avergonzarte.
- Menos mal que los gritos de la señorita Annie restauraron la paz en esta casa la otra noche. En mi vida había visto una orgía tan desvergonzada. En la cocina de mi propia casa. Si ese individuo fuese de verdad un funcionario de la ley, habría detenido a esa “tía” allí mismo.
- No te metas tampoco con Angelo. Tiene un trabajo muy duro. Santa dice que se ha pasado todo el día en los lavabos de la estación de autobuses.
- ¡Oh, Dios mío! ¿Puedo creer lo que estoy oyendo? Por favor, lárgate con tus dos secuaces de la mafia y déjame en paz.
- No trates de ese modo a tu pobre mamá.
- ¿Pobre? ¿He oído pobre? ¿Cuando en esta casa están literalmente afluyendo los dólares, gracias a mis desvelos? Y saliendo de ella con más rapidez aún.
- No empieces otra vez, Ignatius. Esta semana sólo me diste veinte dólares, y casi tuve que perdírtelos de rodillas. Mira todos los chismes que te has comprado. Esa cámara de cine que trajiste hoy.
- Esa cámara de cine tendrá en breve un uso práctico. La armónica fue muy barata.
- A este paso, nunca llegaremos a pagarle a ese hombre.
- Eso no es problema mío. Yo no conduzco.
- No, claro, a ti te da igual. Tú nunca te preocupas de nada, hijo mío.
- Debería haberme dado cuenta de que cada vez que abro la puerta de mi dormitorio, estoy abriendo una auténtica Caja de Pandora. ¿No quiere la señora Battaglia que la esperes a ella y a su corrupto sobrino en la acera, a fin de no perder ni un solo instante inestimable de tiempo de bolos? - Ignatius eructó el gas de una docena de bizcochitos bloqueados por la válvula - Otórgame un poco de paz. ¿No es suficiente que me acosen durante todo el día en el trabajo? Creía haberte escrito adecuadamente los horrores que he de afrontar a diario.
- Sabes que te quiero, hijito - gimoteó la señora Reilly -. Ven y dame un besito de despedida, sé un buen muchacho.
Ignatius se inclinó y la besó de pasada en la mejilla.
- Santo cielo - dijo, escupiendo polvos. Ahora tendré toda la noche dentera.
- ¿Crees que me he puesto demasiados polvos?
- No, está muy bien. ¿Tú no eras artrítica o algo así? ¿Cómo demonios puedes jugar a los bolos?
- Creo que el ejercicio me está ayudando mucho. Me siento mejor.
Sonó un bocinazo en la calle.
- Parece que tu amigo se ha escapado de esos lavabos - masculló Ignatius -. Es muy propio de él andar rondando por una estación de autobuses. Seguro que le gusta ver las salidas y llegadas de esas monstruosidades “panorámicas”. En su visión del mundo, los autobuses deben estar sin duda afectados de un signo positivo. Eso demuestra lo subnormal que es.
- Volveré pronto, cariño - dijo la señora Reilly, cerrando la minúscula puerta de entrada de la casa.
- ¡Lo más probable es que me maltrate algún intruso! - gritó Ignatius.
Tras esto, echó el cerrojo a la puerta de su habitación, cogió un tintero vacío y abrió las persianas de la ventana. Asomó la cabeza y miró por el callejón hacia donde se veía, perfilado en la oscuridad, en la esquina, el pequeño Rambler blanco. Lanzó con todas sus fuerzas el tintero y lo oyó golpear el techo del coche con efectos sonoros superiores a los que había previsto.
Rescribe este texto modificando el nombre del protagonista y todo lo necesario (lo menos posible: quizás, sólo lo que está en azul) para que se adapte al personaje del vídeo. Intenta también que nombres y otros detalles entren en el marco de tu barrio.