Mi padre murió el viernes al amanecer. Vivió casi ochenta y ocho años; los últimos once, intentando sobrevivirse después de que un derrame cerebral muy fuerte lo dejara sin poder andar ni hablar, las dos facultades con las que le gustaba echar una mano a los demás; las dos armas con las que se defendía también.
Como muchos de los de su edad, era muy consciente de que se había librado de la muerte varias veces por chiripa. Y también quiso reponerse de esa enfermedad que le sobrevino en 1999. Hasta el final, bajo la máscara dura del deterioro y la enfermedad, se le veían muchas veces la sonrisa sincera con la que siempre recibía a quienes se acercaban a su sillón, la risa ingenua con la que solía perdonarse sus propias torpezas, la irritación que toda la vida le produjeron la mala voluntad, la hipocresía y la falta de sentido común.
Unos días agradeciendo y otros sufriendo las atenciones que a unos y otros se nos ocurrían para darle cariño y aliviarlo, también es cierto que a veces, como antes del derrame, quería decirnos que estábamos todos locos (de mí, sin ir más lejos, lo decía riendo y llevándose un dedo a la frente: “¡uf, cómo está éste!”) y que se iba a dar una vuelta. Pero, aunque lo intentaba con obstinación, no podía; ni una cosa, ni la otra: ni explicar brillantemente (“vamos por partes”), ni irse en el momento oportuno (“ahora vuelvo”). Y ésa es la tragedia a la que le tocó enfrentarse los últimos años, esos once que yo ahora recuerdo preguntándome a cada minuto si fueron una continuación de la vida que se inició en 1922, llena como todas de penas y glorias, u otra que malamente sobrevivió a la primera.