Mi amiga Ana me ha traído de París un libro de Pascal Quignard publicado este año por la colección LIGNES FICTIVES de ÉDITIONS GALILÉE. Se titula Boutès y en él el autor retorna a la música como tema central. Varía ideas expresadas en otros libros, en especial, El odio a la música, La lección de música, Todas las mañanas del mundo y Sur le jadis: el carácter prehumano de algunos aspectos de lo musical, su conexión con la muerte... Y, sobre todo, las relaciones con la pérdida, con la añoranza de lo perdido. Traduzco un fragmento:
La música comienza por murmurar a la oreja de quien la ama y se abandona a su envolvente canto hasta perder identidad y lenguaje: acuérdate, un día, en otro tiempo, perdiste lo que amabas. Recuerda que un día perdiste absolutamente todo, todo lo que era amado. Acuérdate de lo infinitamente triste que es perder lo que se ama.
Ahora es Butes el personaje que encarna ese abandono. Algunas fuentes refieren que cuando los argonautas pasaron junto a las sirenas, Orfeo empezó a tocar una pieza para contrarrestar la influencia del canto atrayente de las mujeres con cabeza de pájaro; canto contra el que todo antídoto parecía poco: atarse al mástil, echar cera en los oídos de los remeros... Pero un argonauta, Butes, no resiste la tentación y abandona la sociedad del barco para lanzarse al mar...
En el último capítulo (el XVII) Quignard refiere con algo más detalle que en otros libros los aspectos de su biografía que tienen que ver con el abandono del ejercicio de la música, de su destino familiar como organista:
He vuelto a los lugares donde me abandonaste. He entrado en el jardín. Cada música tiene algo que ver con alguien que perdimos. Y como me parecía que la música tenía algo que ver con la pérdida, con una mujer desaparecida, con un mundo de mujeres perdido, y como había querido definir la música como el deseo irresistible de aproximarse al retorno imposible de ese mundo que nos precede, he visto de pronto tu cara...
La parte final de ese capítulo me gusta especialmente:
Era piadosa sin creer. Incluso muy piadosa. Salíamos temprano. Me dirigía con ella a la iglesia en que tocaba. Se detenía un momento en la entrada. Metía de pronto la mano en el bolsillo del abrigo. Sacaba bruscamente un pañuelo de cabeza que anudaba con un doble nudo justo bajo el mentón. Ajustaba el foulard sobre sus cabellos antes de penetrar en la penumbra y el frescor de la iglesia. Me separaba de ella para dirigirme a la sacristía. Yo amaba esa iglesia a la que íbamos los dos con mucho tiempo, antes de que tocaran para la misa mayor. Me gustaba el órgano, a pesar de su sonido débil y su deterioro, las lengüetas de estaño ligeras y endebles, los tirantes redondos de porcelana azul de los registros, flautados, violas de gamba, golosinas de los fantasmas [no sé si esto último (douceurs des fantômes) es un registro de órgano: creo que no; importa poco, porque los nombres de los registros ya son metáforas]. No había ni un solo escalón seguro en la escalera de caracol que llevaba a la tribuna. Había que subir con cuidado. Todo temblaba. Temía que me temblaran también los pies y las manos al tocar. Me daba miedo de que ella me oyera. Quería por encima de todo que me escuchara, pero lo temía también. Antes de la misa, una puerta pequeña daba a los servicios. Había una alfombrilla grisácea. La ventanilla de madera oscura barnizada. Encastrado en el muro había un lavabito apenas lo bastante grande para que cupieran mis manos, una pastilla de jabón que olía a agua de colonia, una manopla, un espejo, un tubo de neón. Una toalla colgaba de un clavo.
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