martes, 6 de noviembre de 2007

A mí me pasa esto cada siesta



Lo del abad Virila. Cuenta la leyenda medieval (hay muchas versiones: una de ellas la de la Cantiga CIII de Alfonso X) que este monje del monasterio de Leyre se mortificaba queriendo entender lo que era la infinitud divina, esto es, la eternidad. Y estando un día en el claro del bosque al que solía retirarse a meditar, se quedó extasiado escuchando el canto de un pájaro azul que no había visto antes. Cuando volvió en sí, regresó al monasterio y el monje que le abrió no lo conocía. Todo estaba cambiado porque habían pasado 300 años.

Veo esto como una bonita metáfora de esto otro(mismo) que evoca con maestría Pascal Quignard (Sur le jadis, Cap. XXII. Trad. aproximada)

La prueba de todas las clases de placeres que le son posibles al cuerpo mortal en este mundo es que en ellos la conciencia del tiempo se pierde.
Puedo contar cuatro éxtasis temporales. La voluptuosidad. El trance. La lectura. El descubrimiento.
¿Qué hora es?
La imposibilidad de responder a la pregunta temporal es el fondo del goce.
Es incluso su definición.
Es goce la no-distancia en el tiempo; la elación es la imprevisible sincronía; volverse antaño que brota.
El gozoso es aquél que se está zambullendo de nuevo en la fuente del tiempo que rebosa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya sabes que compartimos devoción por el amigo Pascal. Gracias por traerlo hasta aquí.

Anónimo dijo...

YO NO LE CONOCÍA Y ...GRACIAS, TAMBIÉN.