Que la memoria individual vela más por la supervivencia que por la veracidad parece evidente. Es casi un axioma.
Por ello, salvo que las estemos diciendo nosotros, sonreímos ante expresiones como: "¡qué diferente era yo como alumno!", "con esa edad yo tenía una madurez asombrosa", "nosotros sabíamos distinguir lo importante de lo que no lo era", etc. De cerca, conozco incluso el caso de quienes, como inconscientemente, reinventan no ya ante sus alumnos, sino ante sus propios hijos un expediente académico más glorioso, una adolescente voluntad de trabajo, un respeto a la autoridad, una nobleza. Humano y lógico: hay que tumbarse cada noche sobre un lecho medianamente blando de recuerdos...
Pero voy al grano. Hay una forma de recordar de verdad qué alumno era uno. Consiste en comprobar qué tal alumno es ahora.
Como profesor desde hace más de veinte años, reconozco que he aprendido bastante enseñando ("si vis doceri, doce"), pero sobre todo he aprendido en los dos últimos años aprendiendo. No me refiero al estudio o la observación individual, sino al tipo de estudio que, de una forma u otra, defendemos en las aulas: el aprendizaje en clases colectivas. Con un profesor que nos gusta más o menos, con compañeros diversos, sometidos a la casuística a menudo adversa que un día sufrimos como alumnos; la que después idealizamos y a la que ahora sometemos a nuestros estudiantes.
Matricúlate en un curso reglado. Obsérvate y observa. La diversión, al menos, está asegurada.
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