¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal!
No te hollará caído generación hambrienta.
La voz que ahora escucho mientras pasa la noche
fue oída en otros tiempos por reyes y bufones;
tal vez fuera este mismo canto el que una senda
encontró en el triste corazón de Ruth, cuando
enferma de añoranza, se sumía en el llanto
rodeada de trigos extranjeros,
la misma que otras veces ha encantado mágicas
ventanas que se abren a peligrosos mares
en prodigiosas tierras ya olvidadas.
Para aclarar el sentido de estos versos, Borges recurre a un párrafo metafísico de Shopenhauer (El mundo como voluntad y representación) escrito veinticinco años después que la oda de Keats:
Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de sacar algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que ese gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que atravesaba en ese lugar hace trescientos años pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro.
La poesía, dice mi amigo Miguel, es una forma de superstición como otra cualquiera; cosa que, añado, sólo puede preocupar a quien busque en ella alguna verdad distinta a la de la música.
Anteayer, bien pasada la media noche, celebrando que salíamos del bar de la Ribera en que solemos celebrar el ensayo musical con que celebramos los domingos, cruzamos a mirar el río. Nos dejó mudos el canto del ruiseñor. Al menos cuatro parejas cantaban desde los Sotos de la Albolafia. Como para atajar cualquier metafísica (palabra que vale por superstición), Antonio, otro pájaro, nos dijo que el ruiseñor canta para que la hembra no se levante del nido en que empolla.
Pero sonaba a música, a poesía, a la maquinaria de desatar supersticiones individuales (las que ayudan a sobrellevar la vida) y colectivas (Ovidio, Shakespeare, Keats, Shopenhauer, Wilde, Borges...)