lunes, 1 de septiembre de 2008

Jakobson

Esto pasó en Córdoba, en el número 10 de la calle Carlos Rubio. Esa calle estrecha es conocida también como “calle del Baño”, por albergar justo en el número citado las ruinas de unos años árabes que debieran estar habilitadas para su visita desde hace baños. Hace ya meses un equipo de arqueología estaba haciendo trabajos. La puerta metálica permanecía abierta por las mañanas y dejaba ver un poco del interior del inmueble. Tres mujeres miraban y, por turnos, decían cosas como: “¡qué interesante!”, “¡mira qué bonito por arriba!”, “¡esto debería poder disfrutarse!”, “¡y está muy bien conservado!”, “con un simple lavado de cara quedaría perfecto”… En ese momento asomó, desde dentro de una zanja, primero la hucha trasera y luego los tres cuartos superiores de un corpudo albañil que, volteándose, sonrió a las damas: “–Están hablando de mí, ¿verdad? Gracias, gracias.”

La anécdota demuestra la importancia de lo que Jakobson llamaba el referente (aquello a lo que se refiere el mensaje), elemento fundamental (junto a los otros cinco, claro) en el esquema de la comunicación. Pero uno no aprende. Siguiendo con cosas de arqueología, el otro día visitando el Teatro Romano de Cádiz, aunque yo debía saber a lo que se refería la guapa guía, no sé por qué (igual se me cruzó la anécdota anterior) pensaba a ratos que hablaba de sí misma (¡es tan difícil mirar piedras cuando hay personas!) y me confundía: “Aquí han dejado su semilla gentes de toda raza, cultura y condición…”

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